¿Escritor negro o fantasma?
El escándalo provocado por cierta tesis doctoral en cuya redacción -vertiginosamente inepta- se transluce la intervención de varias manos ha puesto de moda la figura del negro literario. Pero no deberíamos identificar al negro con libros chapuceros de celebridades o arribistas varios. Muchos maestros de la literatura fueron ayudados en su escritura; y a algunos maestros les tocó ganarse la vida trabajando anónimamente para lucimiento de otros. Rescatamos a continuación seis casos llamativos que provocarán el pasmo de nuestros lectores.
Seguramente no haya habido un escritor más propenso a rodearse de colaboradores literarios que Alejandro Dumas (1802-1870), de quien Eugène de Mirecourt escribió en un libelo de la época que contrataba a «tránsfugas de la inteligencia que se rebajan a la condición de negros, trabajando bajo el látigo de un mulato». De los sesenta y tres negros que Dumas reconoció haber empleado, ninguno alcanzó tanta celebridad como Auguste Maquet (1813-1888), quien durante diez años lo ayudó a escribir algunas de sus obras más celebradas; entre otras, la trilogía de Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo. Maquet dedicaba jornadas laborales de hasta doce y catorce horas a esbozar los argumentos y estructuras de las novelas de Dumas, que luego el maestro retocaba, añadiendo caracterizaciones de los personajes, diálogos vivaces y escenas trepidantes. La relación entre Dumas y Maquet se fue deteriorando, hasta que el negro demandó judicialmente al maestro, exigiéndole una porción de sus ingresos y un reconocimiento de su autoría compartida. El juez condenó a Dumas a pagar a Maquet, pero la autoría de las novelas se mantendría a nombre de Dumas. Tras la separación, ambos acabaron perdiendo: Maquet intentó en vano alcanzar el éxito por su cuenta; y la estrella de Dumas empezaría pronSon muchas las anécdotas que se cuentan sobre Dumas y su ejército de ‘colaboradores’. Se refiere, por ejemplo, que en el entierro de uno de sus muchos negros un desconsolado Dumas fue abordado por un desconocido que, tras darle el pésame, lo exhortó. «¡Ahora, señor Dumas, debemos ponernos manos a la obra!». El escritor, perplejo, le preguntó. «Y usted quién demonios es?». A lo que el desconocido respondió, tras suspirar resignado: « Quién voy a ser? El negro de su negro, naturalmente».to a declinar.
El crítico literario Calvin Hoffman nos propone en su obra The man who was Shakespeare una hipótesis tan peregrina como subyugadora. Christopher Marlowe (1564-1593), uno de los más eminentes dramaturgos del periodo isabelino, introductor del verso blanco en el teatro y autor de obras tan excelsas como Tamerlán el Grande o Doctor Fausto, arrastró durante su corta vida fama de criptocatólico, homosexual y espía. Al parecer, un amigo de Marlowe también criptocatólico, mientras estaba siendo torturado por esbirros de la reina Isabel, lo acusó de conspirar contra la Corona. Marlowe tendría que haber sido ejecutado de inmediato; pero, según Hoffman, disponía de información muy comprometedora sobre miembros de la familia real que amenazó con airear rápidamente. Entonces, Marlowe habría pactado una salida beneficiosa para todos.
En una taberna de Deptford, en presencia de tres testigos, Marlowe simularía una reyerta en la que, por accidente, se clavaría su propia daga (naturalmente de pega) en un ojo, fingiendo morir. Luego, Marlowe habría escapado de Inglaterra, dejando que enterrasen el cadáver de un hombre anónimo en su lugar. Una vez fuera de Inglaterra, se habría puesto en contacto con un hombre de paja, encargándole que siguiese firmando sus obras. El elegido habría sido un coetáneo suyo, un tal William Shakespeare (1564-1616)cómico sin estudios que hasta la fingida muerte de Marlowe no había escrito ninguna obra. Empezará misteriosamente a escribirlas, a troche y moche, desde entonces, mostrando grandes conocimientos de historia y cultura clásica y adoptando como forma expresiva el verso blanco. Hoffman señala en su divertido ensayo las estupefacientes similitudes de fondo y forma entre ambos autores, así como multitud de versos de Marlowe que hallamos misteriosamente trasplantados a las obras de Shakespeare.

Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), el gran maestro de la literatura de terror, mantuvo una colaboración asidua en la revista pulp Weird Tales desde su fundación, en 1923. Allí publicó, por ejemplo, sus relatos sobre los Mitos de Culthu, que tanto influirían en la literatura terrorífica posterior. Pero, durante su primera etapa en Weird Tales, Lovecraft era un escritor más bien desconocido, un estajanovista que cobraba una menesterosa tarifa (generalmente, medio centavo por palabra) y no hacía ascos a esbozar o reescribir las historias de sus amigos más próximos, entre quienes se hallaban algunos jóvenes autores que luego alcanzarían gran celebridad, como Robert Bloch o Clark Ashton Smith.
En 1924, el fundador y director de Weird Tales, J. C. Henneberger, contrató como colaborador de la revista a Harry Houdini, el mago y escapista de fama mundial, embarcado por aquellos años en una cruzada personal contra el espiritismo y los fenómenos paranormales. Houdini empezó a publicar una suerte de consultorio en el que respondía a los lectores de la revista sobre asuntos de este jaez; pero Henneberger quiso que también colaborase con algún relato de terror. Houdini alegó que no tenía dotes literarias; por lo que Henneberger recurrió a Lovecraft, que escribiría un relato titulado Bajo las pirámides (Prisionero entre los faraones), publicado en Weird Tales entre mayo y junio de 1924, en el que simulaba narrar experiencias autobiográficas del propio Houdini.
El escapista quedaría tan satisfecho con el resultado que más tarde contrataría como negro a Lovecraft, para que escribiese un libro que iba a titularse The cancer of superstition. Pero la muerte inopinada de Houdini, en 1926, malogró el proyecto, cuando Lovecraft ya llevaba redactados tres capítulos.

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